POESIA DE ROB ESCOBAR



 

 

Mis manos

 

HE tenido manos brujas, o algo semejante. Una mujeruca me las leyó de niño y he olvidado su profecía: tuvo que ser favorable para atraer al viento que mueve mi velero (si me las hubiera leído Julia Wong en Lisboa lo resolvería con un mensaje directo a su inbox). Tampoco guardé en mis estantes la imagen de la lectora de mis manos. Solo recuerdo mis manos de niño con mugre de labranza, callosidades y la experticia de jugar canicas. Estaban vacías, les cabía todo. Mis manos eran del tamaño de mi corazón.

Con estas manos he ido siempre. Nunca las abandoné en los caminos o las cambié en las ciudades donde anduve (pude haberlas dejado en el Museo Paulista o en el Museo Larco). Parece que mis manos están satisfechas conmigo, yo soy feliz con ellas.

Con sus hechizos mis manos han convertido en realidad los presagios olvidados, han arrancado pan de la tierra y suspiros de alguna que otra caja torácica; me cobijaron y me guardaron del invierno y del frío.

Agarrado de mis manos anduve siempre para no perderme. Desde que olvidé mi futuro me hice la vida con ellas y desconfié de las adivinaciones.

 

 

 

 

Paseo por la bruma

 

FRENTE a la bruma suelo avergonzarme de mi desnudez (recuerdo el día que nací y no pude cubrir mi sexo). Una vez adentro, mientras la casa húmeda busca el calor en mis sienes y una llama en mi ojo para calentar sus tejas, avanzo en punteras sobre el lodo del sopor, aplastando sin ruido las espinas para no despertar a los faunos.

Atrás quedan mis sayales, en ellos se acomodan mis días vencidos y uno que otro eco pesado de culpas. Me he despojado de prismas y de hilos, marcho sin matices y sin antorchas (son inútiles para encontrar agujeros negros, en la espesura se necesita más que ojos).

Voy recordando mi nombre, con su significado dichoso, a veces falso; me enredo con las hiedras y entre los recuerdos de mis días aciagos. Me hago cofrade de las sombras, aprendo su lenguaje de silencios (acá no existen fonemas válidos para habitar en mi tímpano, ni grafemas legibles en la clorofila de las hojas de mis manos). Me dejo llevar por el ojo del vértigo, fallezco sobre el fango y no encuentro vientos que conquisten mis poros, solo un vaho de humus que borra la bifurcación de mis sueños (ahora es cuando me hubiera servido traer un perro para no elegir al azar la vereda que me lleve de regreso a casa).

Me gusta esconderme en la neblina porque lo borra todo y porque abrevia los gozos y las dolencias en un solo tiempo: el presente sin verbos.

 

 

 

 

 Origen y fin

 

POLVO somos desde la creación

–polvo en abundancia-,

polvo que se despide desde la aurora.

Atrás dejamos las oscuras paredes uterinas:

sordas de luz y ciegas,

ciegas por la estela de polvo a nuestro paso.

¡Cuántos nubarrones de tierra borran nuestra media sombra,

nuestra media imagen en el reflejo de los charcos!

(Con tanta sangre y llanto en el parto, concluyo

que asistimos a nuestro funeral cuando nacemos,

que la sombra muda renace el día de nuestro naufragio)

 

Un día vivimos,

los demás días existimos como hierba rota

junto a Bécquer,

junto a una “piedra solitaria, sin inscripción alguna”.

Alguna piedra somos, muda y quieta, como polvo sólido.

 

Puedo asegurar (porque de allá vengo):

que venimos de la oscuridad silenciosa

y a una oscuridad estridente vamos.

Un día somos flor,

     semilla,

     retablo para vírgenes sin feligreses;

también somos carne y media naranja en la canasta familiar.

Otro día somos barro,

                              cazuelas,

                                       ánforas,

hasta que regresamos al polvo y nos olvidamos del tiempo.

 

¡Ay, Rimbaud!

¡Si los violines supieran la pizca de polvo que son!

 

Me confirmo.

 

SOY

un nenúfar que flota hacia el embalse.

Soy el cardo mordido por la bestia en el desierto,

la suma de mis muertos con sus nombres,

un adjetivo obsceno en el futuro.

¿Soy un intento?

¿El ensayo de un dios?

¿Un invento?

¿Seré la pesadilla de dioses moribundos?

 

Por ahora me afirmo:

firme hombre

SOY

 

 

 

 

 

 

 Una mano que me ayude

 

A veces cuento sobre mis manos las estrellas atrapadas en mi infancia. Otras veces acaricio mis manos con delicadeza, como acariciando dos lirios estrujados en la opacidad de la tarde. A veces me asomo al balcón y espero una mano que me ayude a morir alegre

 

 Rob Escobar 

Psicólogo, editor ,poeta y Narrador 

 Colaborador del Suplemento cultural 3000 del colatino 


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